Abro el Zoom, conecto los periféricos y mando la invitación.
Octavio no tarda en responder. Lo admito en la conversación que
será únicamente entre nosotros. Ultimo los ajustes, me alejo dos
pasos de la cámara y tomo asiento en el sillón. Mi imagen debe de
ocupar a pleno su monitor, así como yo veo la suya en mi pantalla.
Por las dudas pregunto si me toma bien. Sí, todo bien.
Percibo un tono extraño en la voz de Octa, un tono inquietante.
Intercambiamos unas palabras y propongo empezar. Estoy urgida porque
mañana tengo prueba de química y preciso un ocho para no llevármela
derecho a febrero.
Octavio pregunta si prefiero dejarlo para otro día. Respondo que no,
preciso estos minutos de relax y desconexión. ¿Empezamos?
Octavio me detiene y queda en silencio. Apenas unos segundos, tiempo
suficiente para que el corazón se me acelere hasta sentir
palpitaciones en cada poro de la piel.
No sabe si es el momento apropiado para planteármelo, pero... Lo
dice con una mezcla de ansiedad y temor simétricas a las que me
cortan la respiración, a pesar de haberlo estado esperando por
semanas.
Si acepto inmediatamente, es por no dar espacio a la duda.
Desabrocho los botones de la camisa, como tantas veces, deslizo la
tela suave por mis hombros hacia la espalda, como él lo hace
imitando mis acciones. Nos descalzamos. Desabrochamos nuestros
pantalones, bajamos las cremalleras y nos quitamos todo por debajo
del cuello sabiendo que el siguiente paso, el más difícil, no será el habitual.
Estamos inmóviles, viéndonos a los ojos.
Es Octavio el que rompe el silencio. Quiere saber si seguimos. No
pregunta si deseo, si estoy dispuesta, si me animo. Sólo pregunta si
seguimos… me invita.
He visto hombres completamente desnudos en sitios porno, y también
en filmaciones no autorizadas que alguna amiga ha tomado en
circunstanciales encuentros de sexting. Los he visto... pero nunca
así, frente a frente, muerta de amor y vergüenza (y por cierto, sin
importarme si él me graba).
No hay vuelta atrás. Ante todo porque deseo que avancemos hasta lo
más tierno y salvaje de una desnudez total y compartida.
Llevo mis manos a la nuca.
Octavio lleva las suyas a las orejas.
A él le resulta más fácil que a mí despojarse y lo hace con
resolución. La curva de su nariz, las fosas nasales, los labios
húmedos, la boca extendida en una sonrisa temblorosa que apenas deja
entrever unos dientes blancos y una lengua sensual. El cuerpo amado,
deseado y temido de Octavio.
Yo no me siento tan urgida, disfruto con la morosidad de mis
acciones. Desarmo el lazo en la nuca, dejo que el barbijo resbale
apenas por la nariz, jugueteo con él sobre los contornos de mi boca
y lo abandono en una caída libre que me enfrenta al
hombre amado en total libertad, en la gloria incomparable que nos
prodiga la visión de nuestros rostros, completa y definitivamente
desnudos.
Fabián Prol
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